Por: Felipe Fernández Investigador asociado de la Freie Universität Berlin
Todos estos días de confinamiento leo el diario de la escritora y ensayista Carolin Emcke en el Süddeutsche Zeitung a propósito del acontecer pandémico. Es mi nueva rutina, y siento que la necesito. Los textos que abro en mi portátil todas las mañanas en la versión digital de este periódico no son más que una amalgama de experiencias personales - caminatas por una ciudad desolada - y críticas reflexiones políticas - ¿cómo nos imaginamos en medio de la crisis? Leo atraído por la complejidad (o el deseo mismo de complejidad) que considero necesaria para comprender lo que pasa allí afuera. Se puede entrever en los textos la incertidumbre y la imposibilidad de escribir con absoluta certeza: todo va, y todo pasa, demasiado rápido, y no sabemos hacia dónde. Es un paseo intelectual, lúcido, pero a ciegas. Después de leer el diario, veo las noticias. Noticias de Colombia en la página de La Silla Vacía y El Espectador, noticias de Alemania en el Tagesschau. Veo estadísticas, escucho a los expertos, y leo novedades, o especulaciones, sobre las nuevas medidas que adoptan o adoptarían los gobiernos. Lidiar con Covid parece ser, sobre todo, un inestable experimento político, estético y tecnocrático. Así empiezan los días: con el diario de Carolin Emcke, y con las noticias.
Hasta hace pocas semanas estaba llevando a cabo mi trabajo de campo, cuando de pronto los rumores de un virus, a los que nunca les presté suficiente atención, se fueron convirtiendo en noticias serias y decisiones políticas que empezaron a apagar el país. Me fui y no pude volver, a Buenaventura, donde adelantaba mi pesquisa sobre la infraestructura urbana para la provisión de agua. Estoy en Cali, de donde soy, a salvo, confinado en un pequeño apartamento. No todos están a salvo y lo sé. De Buenaventura me llegan noticias por WhatsApp. Las personas de las que me rodeaba allí viven (o vivían) del “diario”, de los pequeños ingresos generados por actividades informales como el transporte de pasajeros en motocicletas o el jornal en locales comerciales. Ahora ya no tienen ingresos. Eran pobres en la normalidad y ahora lo son aún más con la pandemia. Uno de ellos, de mis amigos, está enfermo, aparentemente no de Covid, pero ciertamente no puede ahora acercarse a las instituciones del Estado para recibir las ayudas otorgadas a propósito de la crisis. Otros amigos le llevaron un “mercadito” y algo de dinero, como él mismo me contó. Muchas de estas personas fueron desplazadas por la violencia de la zona rural del Pacífico, en la década de los años 2000. Llegaron obligados a sobrevivir en la hostilidad urbana de una ciudad-puerto, crudo ejemplo de la crasa desigualdad que atraviesa transversalmente a Colombia. La literatura académica sobre los epicentros urbanos del Sur Global hace constante referencia a la inventiva de los marginados para sobrevivir en el eterno estado de excepción de precariedad material, política y social en el que viven: la informalidad de la reventa, prestación de servicios, trabajos esporádicos, autoconstrucción de viviendas y reparaciones improvisadas. Con Covid, emerge un estado de excepción aún peor, y esa inventiva de supervivencia se limita drásticamente. Yeison* me dice por WhatsApp que en Buenaventura la cosa “está muy suave para los mototaxis”: es decir que no hay mototaxis porque no hay pasajeros, y por ende no hay ingresos para los que prestan el servicio. La asistencia estatal, único salvavidas para estas personas en el lockdown en el que me paso leyendo diarios y noticias, es una incertidumbre: “¿Qué documentos deberé reunir para aplicar a la ayuda? ¿dónde me la entregarán? ¿cuánto será?” También aquí, en la coyuntura de una emergencia sin precedentes, el Estado existe a través de una infame tecnología burocrática que exige papeles, sellos, certificados, y que obliga a las personas a hacer eternas filas, a ser pacientes del Estado y sus ayudas (hay sobre este tema un muy interesante estudio del sociólogo argentino Javier Auyero).
Leo en el periódico La Silla Vacia que el confinamiento no significa lo mismo para todos los colombianos: “Materiales precarios de construcción, espacios pequeños, hacinamiento y falta de servicios públicos no solo vuelven más duro el aislamiento, sino que ponen en riesgo la salud de familias para las que incluso lavarse las manos, la medida más básica de prevención del contagio, puede ser imposible” (La Silla Vacía 2020). Dice, además, que 1 de cada 4 colombianos vive en estas condiciones: aún más expuestos a los riesgos que consigo trae el virus. En el artículo se habla de algunas regiones del país donde predomina este precario paisaje material. Entre ellas, claro, está Buenaventura. Y así, vuelvo a la interesante reflexión de que Covid no existe y se expande exclusivamente en cuerpos, sino en la fragilidad de las viviendas y la infraestructura urbana. En una conversación por WhatsApp con mi amigo Laurin, también antropólogo, llegamos a definir la infraestructura en tiempos de pandemia como un “virus host”, un “anfitrión del virus”. En esta precariedad infraestructural y burocrática deben confinarse, y experimentar e improvisar, muchos de los habitantes de Buenaventura.
Cuando leo el diario de Emcke y las noticias, siento el vértigo de lo que acontece a partir reflexiones, estadísticas y novedades. Pero estoy a salvo. No así muchos de mis amigos en Buenaventura. Aquí lo que importa no es el virus, su carácter homogéneo en cuanto fenómeno biológico, sino su entrelazamiento con aquello que entendemos por contexto: la infraestructura, los ingresos, los afectos. De ahí las formas tan diferentes de lidiar con él. Covid nos remite a los diseños de este mundo tan desigual.
*nombre cambiado
Amaya Rueda, Daniela et al. (2020): ‘Quédate en casa’ significa cosas muy diferentes según la casa. Publicado en: La Silla Vacia (URL: https://lasillavacia.com/quedate-casa-significa-cosas-muy-diferentes-segun-casa-76080) Fecha de consulta: 15.04.2020
Auyero, Javier (2012): Patients of the State. Durham: Duke University Press.
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